domingo, 6 de junio de 2010

Carta a Van Webber y le Clydette

Comencé a escucharlo en el tristísimo “La Habana”. Gozábamos de aquellas lunas negras que giraban en 33 revoluciones; blancas noches junto al destello de su sax melancólico, como nuestro vino y tabaco. La fina aguja de metal marcaba los días haciendo caer las hojas de los calendarios, y nos veía crecer, vagos y solitarios. No seríamos nosotros quienes cambiarían el mundo, sino que inauguraríamos el nuestro, conformado por círculos eternos de una vida vivida y una muerte malgastada. En aquellos tiempos vivíamos, vivíamos de verdad – ya no lo hacemos – vivíamos de los lugares que bautizábamos con los nombres de nuestros poemas. Recuerdo la muerte de Chet Baker. Era 1888 o 1650. Estábamos tendidos en una cuesta, lejos de la ciudad; averiguamos entonces que su destello más lúcido fue la versión más desgarrada de Tempus Fugit, mientras caía de un octavo piso en Ámsterdam, en heroína.

A la media noche -round about midnight- Parker toma en un vaso bajo y Coltrane sopla en el saxofón. Alguien dice que somos majestuosos y poéticos con nuestras corbatas de seda y chalecos de algodón. Al volver a casa nos espera el mismo disco, Kind of Blue: Adderley, Coltrane, Davis y Evans, mientras el ventilador, ruidoso, delicioso, golpea al compás de So What. La aguja del tocadiscos, y los golpeteos del movimiento rotatorio.

Escribir, siempre escribir, como el que partió hacia otra parte, con una maleta repleta de hojas vacías y sueños ensombrecedores, dejando sin aliento al pobre de corazón y al débil de convicción. Nos parecemos a ella, manchando de tinta los papeles, empuñando algo en la despedida. Intentando desbaratar el sentido de las horas. Quizá porque nadie ha llegado a conocernos. Que ese sea nuestro manifiesto.

La fiesta nunca estuvo ahí para nosotros. Nunca lo estará.

Ilzeck Orbach Spiegelbrück

Cuba, 1953


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